Cualquiera que esté acostumbrado a mantener charlas de café, sean reales o o virtuales, le habrá surgido una y mil veces la típica converseación que analiza las consecuencias éticas, morales o espirituales de cualquier descubrimiento científico o de la ciencia en sí misma. Muchas veces, condescendemos a debatir la posición en la que queda el espíritu humano tras la revolución darwiniana o el lugar en que nos sitúan moralmente los últimos descubrimientos cosmológicos.
Sin embargo, fuera de toda corrección, debo confesar que muchas veces tendría ganas de decir simplemente: «creo que te estás complicando la vida» o, si se trata de uno de esos días en los que el humor no está especialmente alto, un tajante «deja en paz a Darwin, a Einstein o a Perico de los Palotes y si te da por liarte con el espíritu humano y tu transcendente papel en este mundo, dedícate a meterte en un barril y no darme la brasa sobre la levedad del ser, porque en realidad me importa un pimiento el papel del hombre en el universo, me la trae al pairo lo que nos hace Humanos con mayúscula y nos separa espiritualmente del resto de una creación que no es tal. Me resbala sobremanera si puedo encontrar en mi interior el sentido de mi existencia y si los taquiones o los quarks influyen en esta apreciación de mi mundo imaginario».